viernes, 20 de julio de 2007

ROMAGNOLI: Y de pronto es ayer

Y de pronto es ayer

(Sobre la precariedad de las relaciones laborales)[1]Umberto Romagnoli

Catedrático de Derecho del Trabajo

de la Universidad de Bolonia

Sumario: 1. ¿Y si fuera una cuestión de costumbres? 2. Cuando se derrumban los tabúes

¿Y si fuera una cuestión de costumbres?

Cansado de documentarme sobre la precarización del trabajo consultando controvertidos estudios estadísticos, hace algunos meses he tenido la muy poco brillante idea de familiarizarme con la literatura nacional que se está desarrollando sobre la precariedad como experiencia de trabajo y de vida.

Desafortunadamente, ninguno de los escritores que he leído demuestra (a lo mejor ni siquiera entraba en sus objetivos) ser capaz de dejar algo diferente de una opaca descripción de una desolada realidad. De esta manera no he tardado en darme cuenta que el trabajo precario en Italia contemporánea no constituye una fuente de inspiración digna para los escritores, por lo menos no de la misma importancia que fué la del trabajo en las administraciones públicas francesas o rusas entre el siglo XIX y el XX. La literatura que inspira es una literatura malhumorada, entre la denuncia y lo testimonial, donde se producen en rápida secuencia episodios repetitivos como los movimientos de un partido de bolos. De heco el estilo literario en estos textos es la de la “aglomeración” de fragmentos de historias individuales (como diría Richard Sennett, cuyo libro sobre El hombre flexible puede ya considerarse un clásico). Historias que “hablan de treintañeros que viven como estudiantes y de parejas que retrasan día a día el momento de tener hijos”. Historias que se parecen todas como gotas de agua. Además, “al final, la historia siempre es la misma”, escribe Andrea Bajani que de este tema es un experto; una historia de “chantajes sufridos, de contratos no renovados ‘por exigencias de mercado’, de falta absoluta de tutela”. Por esas razones el descubrimiento de este género literario empeoraba cada día más mi estado de ánimo.

“La única cosa que es conveniente hacer”, dice Carlo a Aldo Nove, “es centrarnos en el presente”. Aunque sea un “presente ficticio”, le hace eco Maria; ficticio pero “eterno”, según Leonardo; el cual llega a pedir auxilio a Goethe que, en el momento de cambiar vida, dice de si mismo: “¿A dónde va? Quien sabe: se acuerda justo de donde ha venido”. De hambre no se muere: se sobrevive. “Que, de todos modos, es distinto de vivir”, se apresuran a comentar Armano y Angelo… “Todo el mundo está convencido” concluye Marco “de que este es el único mundo posible, que nunca ha existido otro y que nunca existirá”. “Pero en la Universidad veíamos nuestro futuro de rosa y marcado de éxitos”, suspira el personaje de un cuento de Mario Desiati. Posiblemente el también trabajará de obrero en una fabrica, la de su padre. Con la única diferencia que entrará como “interino” o como “mano de obra puesta a disposición”.

Todo cierto. Pero, la lectura es más deprimente que apasionante y antes o después llega el momento de la saturación. Y este es el momento exacto en el que el lector es estimulado a reaccionar con una mueca de fastidio. La mía no podía tener sino un sabor profesoral. Entonces he empezado a sospechar que aquellas historias de vidas rotas tienen a sus espaldas – y al mismo tiempo siguen alimentando – un imaginario colectivo deformado por mitos mentirosos y amnesias reales.

De hecho, es comprobable que la indeterminación temporal de la relación laboral no es – ni lógicamente ni históricamente – indivisible de la estabilidad de la misma: así, hasta los años ’60 del siglo pasado nuestro sistema normativo admitía el libre receso, aun asumiendo (y mas aun justo porque asumía) como relación-estándar la relación por tiempo indeterminado. Más perniciosa es la amnesia que no permite ver el singular contraste sobre el cual habría todavía mucho que decir: si actualmente la precariedad es la principal pesadilla de las nuevas generaciones, en el pasado era justo su contrario lo que suscitaba más preocupación que consenso. Quien tenía un oficio, pero ya podía ejercerlo sólo en las dependencias de otro, detestaba el contrato de trabajo dependiente y advertía como odiosa la obligación de negociarlo. Sobre todo si el contrato no disponía de un término final (como solía pasar especialmente en la fase de primer desarrollo de la industrialización) a petición de las partes. En este caso, su rechazo gozaba de aprobación por parte de la disciplina jurídica vigente. El derecho de la época, de hecho, vetaba la indeterminación de la duración del vínculo laboral.

Por eso sucede que un lector, cansado de agobiarse por el clima de desesperación y de lamentaciones creado por la literatura sobre el trabajo precario, se dedique a rebuscar en los archivos de la memoria histórica para encontrar, si no un motivo propiamente de consuelo, por lo menos unas cuantas razones que le sirvan para mirar el presente positivamente: ¿hay que excluir taxativamente y a priori que, a la par de la duración virtualmente ilimitada de la relación de trabajo, también la precariedad llegue a colmar su déficit de aceptación social? ¿Es una cuestión de costumbres, de prejuicios, de mutación antropológico-cultural?

No es más que una duda, aunque muy fecunda. Puede ser que termine por animar el lector a conocer más al respecto de lo que pasaba en la época en la que los juristas se dieron cuenta de la presencia de una insula in flumine nata originada gracias a la emersión de una tipología contractual a partir de la cual el derecho del trabajo habría podido evolucionar.

Este lector no es un visionario. Sigue preguntándose si un conocimiento menos aproximativo de las técnicas coactivas, o de alguna forma persuasivas, que hicieron que el contrato de trabajo a tiempo indeterminado fuese socialmente apetecible, puedan realmente servir para aclarar un poco las ideas de todos. En conclusión, lo que relampaguea en su cabeza le impulsa a preguntarse si las técnicas de antes siguen siendo todavía disponibles o si es posible reproducirlas o, en caso negativo, si es posible inventar nuevas ideas nunca experimentadas aunque si de equivalente eficacia. Todo esto para facilitar la elección del camino de entrada correcto en el laberinto en el que el derecho del trabajo se ha metido y conseguir que escoja sano y salvo la salida. Todo esto para acelerar los tiempos de adaptación social y reducir los gastos públicos dentro de márgenes compatibles con las modernas democracias de masa. O, al revés, en el caso en el que el resultado final de la re-visitación no sea tan tranquilizador, todo esto servirá para poner el corazón en paz; para resignarse a la idea de que, en el cuadrante de los relojes que ahora se pueden comprar, las agujas se mueven inexorablemente en sentido anti-horario y para aconsejar, por esta razón, a los juristas que se tranquilicen puesto que su convencimiento respecto a que el mañana ya casi es hoy crece paralelamente a la incapacidad de darse cuenta del hecho de que cuanto más corren hacia delante tanto más dan pasos hacia el pasado, y de pronto, es ayer. Victimas y a la vez cómplices inconscientes del pérfido sortilegio, precisamente los juslaboristas que opinan haber llegado ya, con los pies y con la cabeza, al futuro, resultan ser los protagonistas de la re-vitalización de las más antiguas categorías mentales utilizadas por sus antepasados en ocasión de sus desembarcos, generalmente extemporáneos y esporádicos, en las costas de la insula in flumine nata.

Para evitar equivocaciones, hay que decir, de todos modos, que no es solo una cuestión de relojes enloquecidos. El contrato de trabajo ha vuelto de verdad a sus origenes: un poco por si solo, para adaptarse a las novedades que avanzan, más o menos a lo tonto y a lo loco, y un poco gracias a la ayuda de la más reciente legislación.

Sin embargo, llama la atención que haya pasado desapercibida la existencia de espectaculares analogías entre su caída y su ascenso en la historia jurídica. Un ascenso y una caída anunciados por el adensarse de disputas sobre las características morfológicas de un contrato que Ludovico Barassi colocaba en la dimensión irreal de un tiempo sin tiempo. Según el – y la opinión estaba compartida por los iurisconsultos más acreditados de la época – el contrato de trabajo dependiente era, “en su intima estructura”, idéntico al de hace “dos mil años” (sic).

Es notorio como opino sobre a los esquemas heurísticos y cognitivos propios del jusprivatista de la Universidad Católica de Milán: creo que, aun habiendo sido el único jurista de la primera mitad del Noveciento que se dedicó a tiempo completo a la materia, Barassi ha cerrado su digna carrera académico-científica sin darse cuenta de haber transcurrido una vida entera ya no en la zona periférica de un imperio – el del derecho civil codificado – sino más bien en un no-lugar, respecto del cual hacía falta establecer la exacta posición no solo en el sistema normativo sino tambien en el mapa del conocimiento global. Es decir que también el padre fundador de los juslaboralistas disponía de un reloj que daba marcha atrás.

Barassi sabía muy bien que los comunes mortales acostumbrados al trabajo libre-profesional manifestaban hostilidad ante la perspectiva de trabajar por cuenta ajena. La justificaba. Compartía con ellos sus motivos. De hecho, se solidarizaba con ellos. De otra manera no se habría resueltamente declarado a favor de una política del derecho que buscaba desanimar el fracaso de los actores de la micro-economía que hoy llamaríamos “micro empresarialidad” o “empresarialidad difusa”: o sea, “los albañiles, los forjadores y los otros artífices que contratan a precio hecho”, los que en el código civil italiano del 1865, presuponiendo que en ellos se daban las calidades del empresario, seguían siendo considerados nada más y nada menos como “contratistas en relación a la parte de trabajo que les compete”. A no ser así, hubiera sido mucho más útil que el Barassi-pensamiento se fuera centrado en las razones que hicieron que la inaceptación social del contrato de trabajo dependiente no fuese obstáculo a la utilización generalizada del mismo hasta conseguir que esta tipología contractual se convirtiera en la estrella polar del derecho del trabajo legislativo, jurisprudencial o creado en las mesas negociadoras sindicales. Solo así habría podido aprovechar para re-situarse como jurista en unos escenarios más apropiados a la naturaleza de un derecho de frontera.

De todos modos yo siempre he dudado de la sinceridad de Barassi. Si de verdad desde su punto de vista la autonomía representaba el Bien – como se declaraba dispuesto a jurar – y la subordinación el Mal ¿Cuál es la razón que lo indujo a hacer cuanto podía por agravarlo?

Para hacerse una idea de su contradictoria complicidad, podría ser suficiente una sumaria descripción del síndrome de la desorientación que se hacia dueña de Barassi en el momento en el que tenía que medirse con la dimensión colectiva de la cuestión-trabajo.

El derecho a la coalición ha sido “concedido” a los obreros – es la resignada constatación desde la cual se mueve Barassi, “y está bien” – pero la huelga representa de la misma una manifestación degenerativa – “una plaga que asola el cuerpo social” – contra la cual la inercia del jurista es inadmisible, por lo menos cuando la huelga se realiza sin preaviso y no está justificada por la violación de acuerdos por parte del empresario. Es así, entonces, como Barassi moviliza los recursos propios de la profesión. “Si alguien dijera que los trabajadores en huelga pueden ser condenados a compensar el daño al empresario, probablemente no gozaría de credibilidad; sin embargo está diciendo la verdad”. No es verdad que el empresario esté desarmado. En su favor juegan los principios generales del derecho de los contratos: no solamente el de la responsabilidad por incumplimiento, también aquel en virtud del cual abstenerse de trabajar se puede considerar una ruptura de la relación laboral por iniciativa del trabajador en huelga – que de esta manera pierde el empleo por su voluntaria dimisión – y, en la duda, se le puede sancionar con el despido; todo esto dando por hecho que idéntica es la suerte de los pocos o muchos trabajadores no participantes en la huelga cuyos brazos lleguen a ser “inútiles o inactivos” a causa de la suspensión de la actividad laboral por los demás trabajadores. ¿Es posible que “el obrero de inteligencia media (aunque Barassi prefiera hablar de nivel medio) no haya entendido que el empresario se negaría categóricamente a contratarlo si no fuese garantizado el simultaneo trabajo” de todo el personal obrero?

Menos ritual al estado de los conocimientos pero más pertinente al tema central objeto de esta reflexión, es recordar la interpretación barassiana de la prohibición establecida en el código civil de instituir relaciones de trabajo dependiente sine die.

Eufóricos por las notas de la Marsellesa, al escuchar la cual se podría decir que la revolución francés había quemado e incinerado un pasado secular, los autores del código civil que, como el napoleónico, habría sido objeto de imitación en numerosos Estados de la Europa del siglo XIX, consideraron la indeterminación temporal de las relaciones laborales de tipo subordinado como un inadmisible vulnus para la libertad personal del obligado. Por eso, la prohibición de instaurar relaciones a tiempo indeterminado tenía el valor de una medida excepcional de orden público y su violación estaba sancionada con el más intransigente de los automatismos que es posible preveer en el código civil: la invalidez absoluta del contrato estipulado. De hecho, la nulidad disparaba y golpeaba en todos los casos que se verificase una puesta a disposición de mano de obra en la cual no resultase predeterminada la extensión del tiempo de trabajo (y por tanto de vida) cedido a cambio de la retribución, con la consiguiente exoneración de la responsabilidad por daños producidos por la voluntaria e unilateral cesación de la relación.

Es una pena que los juristas de cada época hayan reflexionado poco o nada sobre el destino del solemne enunciado normativo que expulsaba del ordenamiento la concepción servil del trabajo que los hijos de una sociedad sobrecargada de detritos e incrustaciones feudales habían mamado junto a la leche materna. En efecto la disposición no habría de poder sufrir suerte más melancólica.

Falló el objetivo, como testimonia la imparable expansión de la practica de las asunciones sine die que tenían la ventaja de garantizar de manera simultanea la tendencial estabilidad de la fuente de renta de trabajo y una regularidad más o menos aceptable en la organización productiva de la industria. Los empresarios que llenaban las fabricas con mano de obra mal surtida y flotante podían disponer de una cajita de instrumentos menos rudimentaria y más variada para gobernarla y controlar el turn over; y sus empleados, sepultado el sueño de retomar el trabajo autónomo propio o de los padres, podían disponer de un mecanismo apto para proteger la aspiración hacia aquel complejo de bienes – sobre todo continuidad en la renta y progresión en la carrera – que depende de la instauración de una relación justamente sine die. Concluyendo, al final del siglo XIX, la expectativa respecto a la larga duración de la relación laboral aparece ya ampliamente compartida y fue por eso inevitable que el acento cayese no tanto sobre la fuerza transgresiva de la practica ya imperante respecto al derecho positivo abstractamente evaluado cuanto, más bien, sobre las ventajas concretas que la mayoría de los contratantes puede sacar de la misma.

Al mismo tiempo, el histórico veto respecto a la re-feudalización de las relaciones sociales no solamente se suaviza, sino también opera como vector para transferir al ordenamiento el principio en virtud del cual lo que verdaderamente importa no es la libertad de las personas, sino la del mercado. Como diré dentro de un momento, la formulación del veto se prestó sin embargo a legitimar el despido ad nutum.

El hecho es que los códigos decimonónicos admitían el libre receso del alquiler de inmuebles que estuvieran destinados a vivienda “sin determinación de tiempo”. Por tanto, argumentaba Francesco Carnelutti, “¿el hecho que el legislador se haya manifestado explícitamente sólo respecto a la locación de cosas qué implica? El espíritu que anima la ley es claramente único: la aversión hacia los vínculos que obstruyen la libre comercialización de los factores económicos”. O sea, precisaba Barassi, el despido no es otra cosa que “la rescisión prevista para el arrendamiento de cosas aplicada por analogía”. Es decir: una persona se puede quedar sin trabajo de la misma manera que se puede quedar sin casa, porque el empleado puede ser despedido con la misma facilidad con la que se puede echar a un inquilino. ¡Qué bien!: es aquí entonces donde llega el dogmático moralismo de los proto-liberales según los cuales quién renuncia a la libertad a cambio de una pequeña seguridad – como seguramente hace quien renuncia mediante contrato a la autodeterminación en el trabajo – no merece ni libertad ni seguridad!

Es verdad que una opción interpretativa orientada de manera diferente corría el riesgo de afrontar una probable derrota. Aún así algunos juristas intentaron organizar una oposición. “Quien se hace servir no sirve”; “ergo”, magullaban, “la ley no está escrita para el”. La observación habría tenido que alertar y habría podido orientar a los intérpretes hacia una dirección que les permitiera fomentar soluciones más cercanas a la ratio política del dispositivo normativo. Este último, de hecho, se proponía realmente proteger el interés a la temporalidad de la relación solo por la parte del trabajador: sólo él ponía en juego su libertad personal. Tenía el fallo pero de estar formulado de manera técnicamente equivoca, porqué la nulidad que afecta a un contrato quita a la relación instaurada de manera tan torpe cualquiera pátina de juridicidad: resulta un vinculo meramente material cuya ruptura no hace surgir la obligación de compensar los daños a ninguna de las partes. Por eso, la derrota de los adversarios de la interpretación ganadora era algo prácticamente seguro: desafiaban ciertamente las reglas de la gramática y de la sintaxis jurídica. Los otros sin embargo cometieron una culpa ideológica. De hecho, en una temporada jurídica en la que el decisionismo equitativo de los jueces togados y de los probiviri predomina la materia – considerada la ausencia del legislador – no hubiera sido una extravagancia llegar por vía interpretativa a una solución hibrida y de compromiso como la que será adoptada por parte del código civil italiano del 1942. Con una buena dosis de pragmatismo, esta preveía que, en el caso se hubiese pactado una duración del contrato superior a un cierto número de años, su vencimiento legitimaba el empleado a deshacerse del vínculo: aunque si – eso hay que decirlo – durante el tiempo pactado la relación se mantenía como irrescindible por parte de ambos contratantes. Las cosas no se desarrollaron de esta manera. A causa de la impasibilidad de la mayoría de los intérpretes frente a la parificación entre la libertad económica del empleador y la libertad personal del empleado, la minoría en desacuerdo quedó aislada y la disposición de cuño iluminista del código se ha entregado a la cultura jurídica contemporánea como el antecedente legislativo de la licencia para despedir. O sea, de un instituto que, en presencia de un endémico desequilibrio entre demanda y oferta de trabajo, tenía el inconveniente – como escribía Federico Mancini – de transformar al trabajador subordinado en un moderno capite deminutus. Hecho que, vistas los precedentes, hace pensar que la licencia para despedir podía entrar en el ordenamiento sólo gracias a la complicidad de muchos. Como en realidad ha sido.

La conclusión es que el sector más consistente del conjunto de los usuarios de aquello que habría llegado a ser el derecho del trabajo facilitó su nacimiento haciendo frente a los desafíos más impactantes: al trauma de poder trabajar solamente en las dependencias de alguien se suma el de poder ser despedido con la única limitación del preaviso.

También el trauma más devastador, el que demolió modelos y estilos colectivos de vida, será absorbido hasta ser sepultado por el olvido desapareciendo lentamente de la “historia recordada” que – escribe Zygmunt Barman en Memorias de clase, su ensayo (en mi opinión) más bonito – “raramente concuerda con la historia de los historiadores”. Y esto porque la memoria pertenece a individuos o grupos vivientes, es un ligamen vivido, ella misma es vida: vida sacralizada, mientras que la historia de los historiadores la laiciza, puede también llegar a hacerla desaparecer y, seguramente, la reinterpreta, si es lo que hace falta para racionalizar y hacer cuadrar las cuentas con el pasado.

Tengo que confesar que han sido las reflexiones condensadas en las paginas de rara sugestión del pensador polaco las que me han sugerido, hace muchos años, que solamente una especie de reticencia a un malentendido temor reverencial puede impedir a la historiografía contemporánea sacar a plena luz, porque el contrato colectivo se ha ganado rápidamente el más amplio favor legislativo. El hecho es que el convenio colectivo – que el derecho burgués ignoraba – concedió su insustituible sponsorship al contrato de trabajo por cuenta ajena y además creó las condiciones idóneas para clonarlo en amplia escala, contribuyendo de esta manera a nivelar el originario déficit de aceptación popular. De todas formas, adscribir la función de acelerador de caída a un icono del “sentido de justicia ofendida generado por la lucha de los productores contra el nuevo sistema de poder”, del cual habla Baumann, no puede significar una lesión o ni siquiera un rasguño para la excelente reputación que rodea la autonomía negociadora colectiva.

Es un dato real incontestable que, en cuanto a capacidad de hacer deseable el intercambio de prestaciones en régimen de dependencia, el método de la negociación colectiva siempre ha luchado victoriosamente para conseguir el primado respecto del método legislativo. Desde este punto de vista, además, la performance de la cual es capaz el convenio colectivo siempre ha sido incomparablemente superior. Aunque solo fuera porque “salía de las caderas de la grande industria moderna” – según la ingenua representación de un autor prematuramente desaparecido, Alberto Galizia – y por eso sólo se proponía, independentemiente de las intenciones, como el símbolo legislado más vistoso derivado del principio de racionalidad incorporado en una técnica productiva que tiene la propiedad de predefinir una estructura rígida de las relaciones sociales y que por tanto diseñaba una organización de la sociedad entera coherente con la irresistible coerción uniformadora del capitalismo organizado. Es decir: el convenio colectivo ha sido un potente factor de promoción y consolidación para el nuevo orden social en cuya conformación participaron las representaciones colectivas a base voluntaria de individuos que, no pudiendo elegirlo o rechazarlo por si mismos, sólo podían interiorizarlo.

El conjunto de estas cualidades no podían molestar o producir envidia en los gobernantes. Al contrario, superadas las desconfianzas iniciales y tomadas las precauciones oportunas, estos se persuadieron que la fuente reguladora que responde mejor al propio interés público era el convenio colectivo. Y ello porqué intuían que una fuente de regulación de carácter consensual que imitase la ley y su sustancia autoritaria, era exactamente lo que hacia falta para promover la difusión de un modelo de relación en estridente contraste con la cultura de generaciones de artesanos, ya no totalmente artesanos, que seguían idealizando el trabajo autónomo – con sus miserias pero también con todas sus virtudes y los pequeños privilegios que hacían de estos trabajadores una aristocracia sin blasones de nobleza.

Por tanto, el convenio colectivo ha entrado en la historia jurídica como la genial, aunque anónima, invención de un bricolage exigido por la convergencia de distintos intereses: el de las macro-estructuras de la producción (para planificar la utilización de una fuerza-trabajo masificada que se quiere disciplinada y jerarquizada) y el de las coaliciones de sujetos que se movían al margen en el intento de buscar un equilibrio de poder contractual que, a nivel individual, era totalmente inexistente.

A primera vista ninguno pareció darse cuenta de que la negociación colectiva producía una alteración climática decisiva. Parecía un murmullo confuso; en realidad, multitudes de productores subordinados estaban aprendiendo a pagar el precio del sacrificio de su libertad personal y a revindicar su desembolso. De hecho, cuando su lenguaje llegará a ser más articulado e inteligible, se podrá empezar a escribir el epos de toda la historia jurídica del trabajo; un epos que tiene mucho que compartir con la rebelión disciplinadamente y pacientemente reprimida por el apólogo brechtiano donde se celebra el elogio a la humildad que orgullosamente combate y lucha contra el despotismo[2].

Entre las múltiples claves de lectura a las que ello se presta, he inmediatamente intuido que hay que privilegiar la que ofrece la posibilidad de reconsiderar la relación entre derecho del trabajo y economía desde el ángulo visual del enigmático protagonista del texto brechtiano. De hecho, también la evolución de su relación está marcada por la sorda resistencia del primero a dejarse dominar por el segundo. Una resistencia que se manifiesta en la propensión a transformar lo que existe en algo de diferente o en otro-de-si mismo, no querido y tampoco imaginado, cada vez que los efectos producidos por medidas, intervenciones, proyectos de normalización aparente generan expectativas de desestabilización real, la satisfacción de las cuales implica el ir más allá respecto de lo existente.

Pasa continuamente, aunque si la preterintencionalidad no es infrecuente.

La primera vez pasó con la legislación de la cual hablo a mis estudiantes en términos de legislación “de emergencia”. Puede ser que el tono pueda ser mal entendido, pero es más bien de conmoción que de burla. En efecto, aunque si es un acto fuertemente querido por un Canciller prusiano con la intención de cortar la hierba debajo de los pies al socialismo naciente, la legislación social tardodecimonónica ha enseñado tanto al personal político como a la clase de los operadores jurídicos a pensar en que el derecho privado no es capaz de tutelar bajo todos los aspectos, el interés del obligado a trabajar. Paradigmático tambien es el mayor efecto indirecto de la valorización legislativa del convenio colectivo. Los legisladores que atribuyeron a esta fuente reguladora del trabajo por cuenta ajena la relevancia jurídica de la cual de por sí carece dentro del ordenamiento del Estado, no tenían por cierto la intención de dejar de demonizar el conflicto que precede y prepara la formación del consenso de los grupos. Como bien se dieron cuenta los Colegios de Probiviri de final del siglo XIX en Italia su propósito era el de “permitir al empresario de la gran industria constituir su propio ejercito permanente, disciplinarlo y acostumbrarlo al trabajo para así poder contar con una fuerza conocida, hábil, constante”. De hecho, los Estados modernos intentaron mantener a la vez una actitud benévolo-permisiva respecto la negociación colectiva y una postura claramente represiva respecto al conflicto colectivo. El Estado fascista, por ejemplo, lo intentó, pero falló y ahora la huelga encuentra el espacio jurídico que el constitucionalismo de matriz liberal le negaba.

Además, rastros significativos de la ambigua constante evolutiva ahora resumida se pueden encontrar también en la narración de lo ocurrido históricamente y jurídicamente sobre la generalización del contrato de trabajo subordinado y la preferencia social por su indeterminación temporal. Hoy en día sabemos que tanto la subordinación – al principio vivida como una trampa por una parte conspicua de la población activa – como la duración virtualmente ilimitada del vinculo – combatida por el mismo legislador como síndrome de la re-feudalización de la sociedad – representan un ejemplo excelente de cómo lo que se considera como una desgracia puede convertirse en un recurso.

De todos modos merece la pena precisar que la inversión de tendencia no se ha verificado antes de que madurara la convicción que el contrato de trabajo por cuenta ajena por tiempo indefinido no tiene realmente alternativas válidas y que, por el contrario, representa una oportunidad que puede ser aprovechada en su propio beneficio también por parte de la población activa inicialmente recalcitrante. Es decir que no se ha verificado antes de un proceso de revisión de los criterios principales de una evaluación ambiental, dasarrolado, como se ha ampliamente subrayado, por la negociación colectiva. Y solamente al cumplir de la hora X, no un minuto antes, se cumplió el paso decisivo, el salto de cualidad. Sin embargo todo esto ha sido posible por la sinergia prodigiosa realizada entre el derecho del trabajo negociado por los sindicatos, el derecho del trabajo de origen jurisprudencial y el derecho del trabajo de fuente legislativa: es como si en el corpus normativo de la disciplina laboral, que antes se había movido con la débiles piernas de la autonomía privado-individual, apareciera una cabeza para pensar y pensar a lo grande, más a lo grande de cuanto hubiesen sido capaces interpretes como Barassi. Ellos pensaban que toda la potencialidad innovadora del derecho in fieri, que hoy en día llamamos derecho del trabajo, acabara dentro de los márgenes de un contrato de prestaciones sinalagmáticas y que tenía como único objetivo suavizar la ética de los negocios.

En cambio, su capacidad de proyecto se revelará como verdaderamente innovadora una vez que las clases dirigentes descubran que la pobreza ya no es solamente la del mendigo o del vagabundo. Hay tambien la pobreza de los obreros que crece a causa de los flujos incesantes de los desplazados, los desenraizados, los desorientados. De hecho, el derecho del trabajo competirá con las tradicionales políticas de gobierno público respecto a la pobreza ociosa y peligrosa. En principio intervendrá integrando las medidas de caridad o de represión, y luego substituyéndolas por los derechos sociales de ciudadanía reconocidos por las Constituciones post-liberales al trabajo políticamente y culturalmente hegemónico en la sociedad industrial en cuanto identificaba sin residuos la pobreza laboriosa.

2. Cuando se derrumban los tabúes.

Volviendo a las razones que han estimulado el inicio del discurso, se puede decir que haberlas tomado en cuenta no ha sido una perdida de energías.

Una de las principales adquisiciones es que, como la falta de deseabilidad social del contrato de trabajo dependiente por tiempo indefinido ha podido solo retardar la llegada del mismo derecho del trabajo, así es razonable admitir que la deseabilidad social de la duración virtualmente ilimitada de tal contrato no puede ser suficiente para asegurar su continuada pertenencia al derecho viviente. Aunque pueda producir la ralentización del crepúsculo y el alejamiento en el tiempo de su final, siempre un final tendrá que tener. Lo que pero no es una ventaja que haya que desperdiciar. Por contra, no se podría entender porqué el derecho del trabajo – no sólo el de la fase de su infancia, sino también en la de su edad adulta – no confía en las innovaciones radicales provocadas por un solo evento con la instantaneidad parecida a la que se prepara un café soluble. Aunque sea previsible que estas innovaciones aportarán beneficios en el medio o largo plazo, el derecho del trabajo suele evaluar su concentración uno actu como un riesgo que hay que neutralizar. Dado que lo nuevo no resulta nunca fácil de aceptar, es normal que los predestinados a hacer experiencia directa de las innovaciones sobre su propia piel recurran a la única forma de defensa que pueden emplear. O sea, es frecuente que se vuelvan más rígidos en la defensa de lo que existe. No importa que el proceso de cambio siga su curso. Ellos saben que, si no pueden modificar la dirección, que además no conocen con precisión, pueden por lo menos condicionarla moderando su velocidad. De hecho, el derecho del trabajo, que es un condensado de cultura jurídica de la transformación, aun siendo un derecho a medida de hombre, siempre ha preferido la micro discontinuidad y los largos plazos. No por casualidad un primer ministro reformista de la talla de Tony Blair, ha honestamente admitido: “si hay algo que he aprendido de mi experiencia es que un líder y un partido pueden realizar los cambios que tienen en la cabeza solamente si se quedan en el gobierno durante un tiempo prolongado”. De todas formas es un merito de Karl Polanyi haber determinado el principio base de la mayor “gran transformación” de la modernidad, re-formulándolo de esta manera: “lo que es ineficaz para detener completamente una línea de desarrollo no es por esta misma razón totalmente ineficaz. El ritmo del cambio muchas veces no es menos importante que la dirección del cambio en sí”. Por tanto tampoco la más exasperante lentitud se considera necesariamente como un síntoma de culpable retraso. La propia lentitud es también, y no pocas veces, una manera de reivindicar el tiempo, cuyo transcurso aumenta la chance de “saber como adaptarse al mudar de las circunstancias sin hacerse talar”, como un árbol. Sus ramas, ha escrito Sennett, dobladas por el viento, después de un poco saben volver a su posición original; al comienzo del siglo XX, ejemplifica el mismo sociólogo, los cambios en la fabrica de Ford de Highland Park han requerido un tiempo de adaptación de casi treinta años.

En la economía del discurso hasta ahora desarrollado, hay que subrayar también las importantes consecuencias que se pueden derivar de la instintiva referencia a la historicidad de la misma categoría sistemática a la cual está conceptualmente ligada la identidad del derecho del trabajo. De hecho, la categoría de la subordinación-dependencia ha sido la primera en ser recorrida por una línea de ruptura a la cual ha seguido un inesperado revival del trabajo autónomo. La grieta se produjo durante el penúltimo decenio del siglo XX, cuando la clase profesional de los operadores jurídicos supo sustraerse a la tentación de dar crédito al atractivo de la presunción favorable hacia la subordinación que condicionaba de hecho todos los controles judiciales respecto a las situaciones en las cuales no era del todo cierto el parecido con las generadas por la relación laboral autónoma. La presunción era hija de la cultura de la sospecha que veía en cada lugar operadores económicos con pocos escrúpulos y mucho talento fraudulento que no sabían resistirse a la tentación de aprovecharse de las ventajas propias del trabajo ejercido en las formas típicas de la subordinación sin estar dispuestos a hacerse cargo de los gastos. Era una sospecha que venía ya de atrás y parecía resistente a morir; sin embargo, un acontecimiento judicial relativamente modesto como lo de los pony express ha revelado que podía perder consensos[3].

Poco después, ha empezado a temblar la presunción – compartida por el propio legislador – favorable a la indeterminación temporal de la relación laboral por cuenta ajena: “el contrato de trabajo se considera realizado por tiempo indefinido” establecía el código civil italiano del 1942, “si el término no resulta de la especialidad de la relación o de acto escrito”.

Vista la dimensión cuantitativa que la precariedad ha alcanzado hoy, no puede decirse que la rehabilitación del contrato de trabajo con un vencimiento directa o indirectamente prefijado, sea una mera expresión de la tendencia a la desmasificación del régimen jurídico de las relaciones contractuales que tienen por objeto un facere. Más bien hay que decir que, justo porqué el contrato al cual una ley del 1962 había atribuido un carácter de excepcionalidad ha llegado a ser una forma habitual de reclutamiento de la mano de obra, su liberación legal está acostumbrando a los trabajadores a la idea que su interés a la continuidad laboral carece de las garantías acordadas por el legislador que revocó la licencia de despedir fuertemente ligada a la figura del contrato de trabajo de tipo temporal.

No es que subordinación y duración virtualmente ilimitada de la relación laboral hayan vuelto a ser percibidas como un desvalor. La caída de las presunciones de favor que las asistían y, con razón o sin ella, habían adquirido la solidez de los dogmas, sigue transmitiendo el mensaje inequívoco que, tanto en las salas de justicia como en los hemiciclos parlamentarios, se estaría desarrollando un proceso de metabolización de un diferente modo de ser del mercado (o, mejor dicho, de la diferente manera de relacionarse con sus dinámicas) y de las diferentes maneras de producir (o, mejor dicho, de la diferente manera de entender la libertad de iniciativa económica) que verosímilmente culminará en una diferente manera de pensar el sentido del trabajo y los valores de los que éste es portador. Así, con tanto decir y contar sobre la noción legal de subordinación y la necesidad de su descongestión, se ha acabado por olvidar cómo utilizar el radar que permite el avistamiento, con una probabilidad más que discreta de no fallar, del característico status subiectionis sin el cual el derecho del trabajo que conocemos ni siquiera hubiera nacido.

El contrato de trabajo dependiente – según las enseñanzas impartidas por Luigi Mengoni y avaladas por el Tribunal Constitucional – se distingue de cualquier otro contrato en el cual se puede deducir un facere en cuanto “implica el destino a integrarse en una organización productiva en la cual el trabajador no tiene ningún poder jurídico de control y a ser utilizado para un objetivo respecto al cual el trabajador mismo no tiene ningún interés jurídico tutelado”. Así que no es que el radar se haya roto. Más bien los que mejor saben usarlo son los directos interesados y no los intérpretes o el mismo legislador, según los cuales el “trabajo a proyecto” – por limitarme al ejemplo más hablado – si bien no es sinónimo de trabajo autónomo, sabe reproducir muy bien sus sintomatologías[4]. Al contrario, como dicen los interesados, “muchas veces el proyecto existe, pero no se puede ver. Aquí está lo bonito del “trabajo a proyecto”: para verlo hace falta poner un poco de imaginación”.

Si en el terreno de la calificación de la relación laboral, como acabo de señalar, los intérpretes han tomado la iniciativa, adelantando la realidad misma que decían perseguir porque era fácilmente reconocible la entonación prescriptiva, en lo concerniente al trabajo precario, el legislador se ha tomado la revancha. Fácilmente, hay que decirlo; visto que el intérprete no podía derogar un acto que, como la ley n. 230 del 1962, marginalizaba el trabajo a tiempo determinado, en el 2001, en la práctica, ha removido cualquier obstáculo para la utilización del contrato de trabajo por tiempo determinado y, en un delirio de omnipotencia, ha pedido el consenso de los sindicatos para que no se intrometieran en la selección de las causas de establecimiento del termino, dando de esta manera un paso atrás respecto a las posiciones adquiridas gracias a una ley de 1987 a partir de la cual comienza la erosión de la ley del 1962. Por eso, actualmente, “el establecimiento de un término de vencimiento está permitido (…) frente a razones de carácter técnico, productivo, organizativo” de las cuales es juez e intérprete el empresario; sin más. Por estas razones, se ha difundido la voz de que la precariedad es el predicado de “todos los contratos que no son para toda la vida, sino sólo para un periodo de la misma, hasta que le parezca bien a la empresa”.

Consecuencia de todo eso es que la precariedad ya no dispone de alguien que se encargue de controlar su trayectoria, y la poca fiabilidad del sujeto que garantiza la legitimidad de la cláusula contractual no será capaz de reducir la indeseabilidad social del contrato de trabajo a tiempo determinado; sino que, al contrario, la hará crecer. Por el lado del desempleado, el único incentivo del contrato por tiempo determinado es la oportunidad que le ofrece para entrar en el mercado del trabajo con la esperanza de no salir del mismo con su vencimiento, por haber sabido encontrar la manera de hacerse apreciar por el empresario. Pero, este tipo de argumento, sin duda sensato e incluso respaldado por las estadísticas, es dos veces inexacto.

En primer lugar, pasa por alto las ventajas seguras y sistemáticas que el contrato a tiempo determinado procura al empresario, sobre todo si este no es nada más que un mediocre operador económico escasamente interesado en rodearse de colaboradores motivados en comprometerse con el. La única justificación de la diversidad en la tutela reside en al insostenibilidad del coste económico del contrato estándar de trabajo por cuenta ajena a tiempo indeterminado; sin más.

En segundo lugar, el argumento esconde muy hábilmente lo que lleva consigo. Y detrás está la fe ciega en que la única cosa importante es facilitar el acceso al mercado del trabajo a cualquier medio, no importa cual, visto que cualquier contrato de trabajo, incluso el más escandaloso, evita el escándalo del no-trabajo. Pues si es verdad que la marginación social empieza con la marginación laboral es de hipócritas absolutizar el valor del empleo con el único fin de corroborar una concepción ideologizada que nos lleva a misticismos del tipo: quien no trabaja no tiene, pero sobre todo no es. En cualquier caso, todo este entusiasmo religioso por la redención terrenal asegurada por el trabajo puede ser ruinoso. Tanto como el entusiasmo que enciende de pasión a los secuaces del presidente de Estados Unidos, George Bush junior, que venera tanto la democracia que la quiere exportar al mundo a través de las armas. También esto es un objetivo cuya realización no se puede valorar por separado del método utilizado. ¿Que tipo de idea se están haciendo los iraquíes de la democracia llovida del cielo con las bombas de los aviones americanos? De forma parecida, hay que preguntarse que tipo de socialización puede obtenerse a través de la práctica del trabajo precario e sub-protegido. La verdad es que hay políticas de fomento del empleo que pueden contaminar y desnaturalizar el bien que es objeto de beatificación. De hecho, como las crónicas diarias informan que las condiciones de vida de los iraquíes son un tormento, la literatura de la que hablé al principio de este artículo, está llena de personajes inmersos en “una cotidianidad que no es capaz de asumir un sentido”.

¿Y entonces? Entonces todo esto significa que como la coerción uniformadora del capitalismo industrial generalizó la exigencia de satisfacer la necesidad de reglas que le permitieran disponer de un trabajo dependiente sin limite de tiempo, así ahora la economía de mercado radicaliza una coerción de signo opuesto y de hecho no puede satisfacer las necesidades de nuevas reglas sin desestructurar el prototipo histórico de los contratos de trabajo.

La verdad moral de la parábola brechtiana es nuevamente sometida a prueba. De hecho, la economía de mercado, que por otro lado nunca se había ido de verdad de la casa del señor Egge y solamente había aprendido como moderar su arrogancia, ahora cree que han cambiado las condiciones para replantearla.

Sin embargo, las cosas que nunca han sido sencillas con el tiempo se han complicado. De hecho la economía capitalista sin la cual el derecho del trabajo no hubiera penetrado en el ordenamiento de los Estados liberales - aunque no pierda la ocasión para hacerle comprender que quería someterle a sus nuevas exigencias en las formas, en los términos y en los tiempos para ella más convenientes – da la impresión de estar sufriendo las mismas dificultades de quien quiere intentar volver a poner el dentífrico en su tubo. El hecho es que – durante las numerosas fases que parecían el inicio del fin y realmente no eran más que el fin de un inicio – el trabajo ha arrancado a los gobernantes reconocimientos de tal magnitud que ha llegado a ser la primera fuente de legitimación de los derechos sociales de ciudadanía y de allí no será posible desclavarlo a menos de fragmentar los principios fundadores del Estado democrático-constitucional. Y esto porqué el pasaporte para acceder a la ciudadanía – una vez concedido – podrá cambiar de forma, color y dimensión, pero no es revocable. Antes bien, el declive del contrato de trabajo dependiente por tiempo indefinido expone la figura del ciudadano trabajador a una torsión que acabará por desplazar el acento más sobre el ciudadano que sobre el trabajador. Por tanto, aunque el trabajo industrial había conseguido alcanzar el apogeo de su emancipación en el momento de manifestar el punto máximo de su hegemonía político-cultural en los procesos de formación de las leyes fundadoras de las democracias contemporáneas, ahora le toca a la ciudadanía emanciparse de el, reafirmando su identidad pese a la pluralidad y a la heterogeneidad de las trayectorias laborales. O sea, en la medida en la que la precariedad produce efectos que traspasan la esfera laboral, exactamente como en épocas anteriores supo producir su contrario, la relación entre trabajo y ciudadanía reclaman ser presidida por reglas capaces, como decía Massimo D’Antona, de “seguir a la persona en su actividad, sin que sea la manera de trabajar la que marque el limite de su tutela”.

Con un horrible neologismo, los llaman amortizadores sociales, demostrando así no solo mal gusto, sino además escasa conciencia de su ambigüedad. En cambio, la terminología traiciona la insinceridad del pensamiento que debería expresar. No aclara si con ellos se quiere hacer frente a un cambio de época o a un momentáneo malestar; si es exagerado hablar de desaparición de un mundo, el de los padres y en parte también del que está escribiendo, o si a lo mejor es más real hablar de su replanteamiento; sobre todo, no ayuda a comprender si hacen falta solo mecánicos o si son necesarios también los peones camineros. La única seguridad es que, si llegarán a prevalecer los primeros, significará decir que los amortizadores sociales han llegado a ser una coartada para seguir en el desmantelamiento del derecho del trabajo.

Por eso, con una sabiduría empírica acompañada por un apreciable sentido del humor, Gian Guido Balandi sostiene que hay que apreciar, sin duda, la eficiencia de los amortizadores sociales, pero “eso no justifica que en las calles queden baches”; o aun peor, que se realicen nuevos baches de manera intencional, como ha hecho la ley más representativa de las políticas sociales del ultimo gobierno Berlusconi. Una ley que fomenta las más variadas practicas de externalización de las actividades de empresa y extrema la tendencia a la descentralización productiva, multiplica las ocasiones de petits boulots del tipo de usa y tira, vuelve más difícil desenmascarar las relaciones laborales autónomas aunque caracterizadas por la doble alienación a la cual el Tribunal Constitucional asigna una relevancia determinante: además, parece que sus normas se hayan escrito justo para despistar a los jueces que deben de portarse como sabuesos en la búsqueda de los indicios-espías de la subordinación. Una ley que más en general, es blanda con el capitalismo molecular de pequeño cabotaje y favorece sus vicios peores; dicen que el legislador quería corregir su predilección por el trabajo negro y la economía sumergida; pero no dicen que, con sus guiños, relegitima lo negro y sumergido, extendiendo encima de el varios estratos de consenso como si se tratara de una mermelada. Llegar a ser punteros de salto de altura no depende de una improvisación, sino de un duro entrenamiento. De todas formas no se conseguirá nunca crear un atleta si, cada vez que uno del grupo no supera la altura, su entrenador le baja el listón. En realidad, el capitalismo italiano da muchos más saltos de lo que parece. Pero – y en este sentido parece estar leyendo un comic – el ruido que realmente hace es “crack”.

Asi que los que de verdad hacen falta son los peones camineros. No solamente para agilizar los recorridos de salida y de vuelta a la precariedad – visto que el capitalismo parece buscar respuestas a la actual crisis de sistema optando a favor de una organización productiva ágil y ligera: fácil de construir pero también de desmontar, como una tienda de campaña – pero también para gestionar “medidas integradas de apoyo al mercado del trabajo”, como Balandi define la articulada estrategia (que todavía no existe) de acompañamiento de quien busca empleo. Una estrategia que se compone no solamente de medidas compensativas respecto al desempleo y que consisten en prestaciones económicas a cargo del Estado, sino también y sobre todo, de políticas activas relacionadas con la persona o con el territorio aptas para valorizar la más aletargada de las normas constitucionales: la que “reconoce a todos los ciudadanos el derecho al trabajo y promociona las condiciones que hacen efectivo su ejercicio”.

[1] En el año académico 2006-2007 el Departamento de relaciones laborales y industriales de la Universidad de Bari ha organizado un ciclo de seminarios sobre el trabajo en la literatura. El artículo reproduce el texto de la ponencia pronunciada el 22 de febrero de 2007. La traducción es de Milena Bogoni, revisada por el autor.

2] Para la comodidad del lector reproduzco el texto extraido de la edición Einaudi de Historias de calendario. “En el piso del señor Egge, que había aprendido a decir no, entró un día, en tiempos de la ilegalidad, un agente que le enseño un certificado emitido en nombre de aquellos que dominaban la ciudad, sobre el cual estaba escrito que debía pertenecerle cada habitación en la que entrara y de la misma manera debía ser servido por cualquier hombre que encontrara. El agente se sentó en una silla, pidió comida, se lavó, se hecho a dormir y, con la cara hacia el hombre preguntó antes de quedarse dormido: «¿Me servirás?»

El señor Egge lo arropó con una manta, alejó las moscas, veló su sueño y de la misma manera que elo había hecho aquel día le obedeció durante siete años. Sin embargo, aunque por él hacía cualquier cosa, siempre había algo que se guardaba bien de hacer: contestar a la pregunta. Al final de los siete años el agente, que había engordado enormemente por tanto comer, dormir y mandar, se murió. Entonces el señor Egge lo envolvió en una sabana, lo arrastró fuera de su casa, limpió las habitaciones, pintó las paredes, echó un suspiro de alivio y contestó: «No»”.

[3] El autor se refiere al debate en la doctrina – y en la jurisprudencia – italiana sobre la laboralidad de los mensajeros – conocidos en Italia como pony Express. El debate se reprodujo en España, en términos muy parecidos, aunque la decisión judicial en uno y en otro pais difiriera. (Nota de la Traductora).

[4] La expresión “lavoro a projetto” (traducida aquí literalmente) tiene muchas concomitancias con la figura del trabajo autónomo económicamente dependiente, en la expresión del Proyecto de Ley del Estatuto del Trabajador autónomo en España (Nota de la Traductora).

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